martes, 23 de febrero de 2010

Las manos


¿Y sus manos?

Yo he solido encontrarlas en el reverso de una hoja que tiene vello ceniciento ya afelpado.

El sayal del santo era seco y áspero; su barba era como el sayal; la mejilla estaba un poco despellejada del sol de Asís; mas como era áspero y gris su sayal, él tenía siempre la mano extendida hacia aquellas criaturas en que la remembranza divina se vuelve suavidad.

Se quedaban en las hierbas mucho tiempo, gozaban bien al lirio, de la base hasta la torcedura del pétalo; se dormían sobre los corderillos por el deleite del tacto.

Pero siempre manos de varón de humildad que andaban metidas en las durezas de la vida y que no conocían óleos, siendo el dorso grueso, la palma era fina y sentidora. Al dar la mano, esta palma sorprendería. Aun cuando cayeran en la hora del descanso, se le quedaban esponjadas como si estuvieran siempre guardando una flor o un copo de lana.

En las llagas de los leprosos aquellas manos eran menos que un vientecillo de livianas.

Cómo le cuesta a la naturaleza amasar tales manos para la misericordia. Después de las de Jesús se demoró mil trescientos años en tejerlas. Con más facilidad hace la curva ancha de la frente para los pensamientos numerosos.

Cuando el dolor extiende ya como una red las vísceras padecedoras de los hombres, la tierra se pone a hacer otra vez estas manos.

Y yo suelo, entre las multitudes, buscarlas. Porque la hora, como red de pescador gotea de sangre, y ya es tiempo de que vuelvan a asomar aquellas manos a las puertas de nuestras pobres casas.

Motivos de San Francisco
Gabriela Mistral

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