domingo, 14 de septiembre de 2008

Las manos de Dios


Todo el juego, toda la aventura divina y trágica de nuestra vida está en dejarnos tomar por las manos de Dios. El trata de hacernos suyos. Pero hay en nosotros un elemento difícil, esquivo, peligroso: nuestra libertad. Y Dios la respeta misteriosamente. Infinitamente. Podría apoderarse de nosotros violando nuestra libertad. No le interesa. Quiere amor. Por conquista, de su parte; por libre entrega de la nuestra. Para conquistarnos dispone de dos manos: la derecha y la izquierda; que representan dos técnicas y dos tácticas opuestas.

La mano “derecha” es clara, abierta, transparente, luminosa. Da la cara. Entra directa. No se disfraza. Actúa de día. A pleno sol. Habla en tono normal. Es de todas las horas.

La mano “izquierda” busca atajos, o da rodeos; es cálculo y diplomacia; no tiene prisa; se pliega al guante y al disfraz, si es necesario. Actúa a distancia. Finge la voz. Se ampara en la sombra. O aguarda a la noche. Pasa a gritos como un ciclón. O en silencio como un puñal.
Pero, aunque “izquierda”, ni es maquiavélica, ni traidora. Porque la mueve el amor.

Para cada alma Dios tiene dos manos; pero las emplea de modo distinto en cada caso; porque todas las almas son diferentes. Y la conquista de cada una es un juego personalísimo de Dios y de ella, que no vuelve jamás a repetirse el mismo; porque no puede repetirse jamás, exacta ni un alma ni su historia.

Hay almas que se dejan tomar por la mano derecha.
En otras alternan, izquierda y derecha, las dos manos divinas.
Y hay almas en las que, fracasada la derecha, Dios tiene que emplear a fondo la mano izquierda.

Con la derecha, como a palomas blancas, o a ovejas dóciles, tomó Dios a Juan Evangelista, a Francisco de Asís, a Juan de la Cruz, a Francisco Javier, a las dos Teresas: la española y la francesa…No es que la mano derecha elimine la lucha. No, ni el dolor, ni la renunciación. Pero es cara a cara. A pleno sol.

Para conquistar a Pedro y a Pablo, a Magdalena, a Agustín o a Ignacio de Loyola, Dios tuvo que emplear la izquierda. Ante la mano derecha se encabritan, se rebelan, se plantan. Entonces entra en juego la izquierda. Pero en la sombra, sin dar la cara, buscando un disfraz. La mano de Dios-¡su amor!- inventa una ingeniosa y divina metamorfosis y se trueca en rayo, en bala de cañón, en dos ojos con lágrimas o en un gallo que canta en la noche.

El relámpago ciega a Pablo, a quien no lograron iluminar los ojos clarísimos y agonizantes de Esteban en su martirio; que quiso ser mano derecha de Dios. El relámpago lo ciega, sepultándolo en la noche, para que en esas tinieblas, estalle la luz nueva de Damasco.

La bala de un cañón francés le desgarra la pierna, consiguiendo su rendición, a Ignacio de Loyola, que había resistido y rechazado, sin capitular jamás, todos los suaves ataques de la mano derecha de Dios.

El quiquiriquí de un gallo que acuchilla la noche tiene más elocuencia para Pedro que las palabras directas y transparentes del Maestro. Lo entiende ya todo. Y rompe a llorar.

Y la rebeldía intelectual de Agustín, que flotó siempre con la cabeza erguida sobre todas las oceánicas tormentas de sus pensamientos, acaba por perecer ahogada en dos mansos arroyos de lágrimas que ruedan por las mejillas de su madre Mónica.

Terrible. Violenta. Dura. Implacable.
Pero: ¡bendita mano izquierda de Dios!

“Dame una mano tuya, aunque sea la izquierda.
Lo mismo da, si es tuya.
Si yo tomo tu mano, no hay miedo que yo huya.
Si tú tomas mi mano, no hay miedo que me pierda.
Dame una mano tuya, aunque sea tu izquierda.”

Mi Cristo roto
Ramón Cue

El beso de María


Cristo es un muerto distinto de todos.


Por eso, para aprender a contemplar su rostro muerto, en el Viernes de Dolores, debemos pedirle prestados sus ojos a María, la Gran Contemplativa Dolorosa.
Desde que se lo clavaron en la Cruz, Ella se instaló a sus pies, clavada en la tierra; con sus ojos clavados también, más tenaces que los clavos, en el rostro de su Hijo.
No se le escapó ni un latido de sus sienes, ni un temblor de sus párpados, ni el paso leve de la última respiración en la piel tensa de la garganta…

Asomarse a los ojos insondables de María en este Viernes de Dolores, es asistir a la proyección íntima y fidelísima de la Pasión de Cristo, registrada en sus pupilas y en ellas celosamente guardada.
Qué sala de proyección, los ojos de la Madre, para contemplar la película más exacta y veraz de la Pasión del Hijo.

Préstanos tus ojos para verlo de cerca. Como tú, cuando ya desclavado de los brazos de la cruz lo colocaron en los tuyos inmensamente abiertos, Madre Crucificada; y le tomaste el rostro con tus dos manos, y lo enfrentaste al tuyo, cara a cara.

¿Cuánto tiempo estuviste muda contemplándolo?

Era tan absorbente tu dolor que te olvidaste de llorar.
Y mirabas, mirabas, devorándolo hambrienta con tus ojos, aquel rostro que apretaban tus dos manos; y que con tenerlo tan cerca de ti, lo sentías infinitamente lejano y ausente.
Parecía que iban a rasgarse tus ojos abiertos, sin pestañear, en un interrogante sin respuesta.

Tus ojos iban y venían, por el rostro amado del Hijo.
Le mirabas los oídos. Pero no le dirigías ni una sola palabra: sabías que estaban sordos.
Le mirabas los labios. Pero no le hacías ninguna pregunta, puesto que no aguardabas ya respuesta alguna.
Le mirabas los ojos. Con el dardo escrutador de tu mirada tratabas de levantar sus párpados caídos… pero desistías muy pronto de tu empeño. ¿Para qué, si al alzarlos, ibas a mirarte en unos ojos que no podían mirar ya los tuyos?

Fracasada, te quedó sólo un recurso.
Arrimaste más aquel rostro muerto al tuyo. Se juntaron las dos caras. Lo apretaste contra ti suavemente para no abrir de nuevo las heridas; y tus labios buscaron su sitio acostumbrado.
Lo besaste calladamente, para no despertarlo, como cuando era niño.

Y en aquella mejilla helada de tu Hijo tropezaron tus labios con la huella de otro beso: el de Judas.
Entonces lo comprendiste todo.
Lo aceptaste todo.
Lo perdonaste todo.
Y tus ojos, volvieron a ablandarse y se acordaron otra vez de las lágrimas.
Llorabas mansamente mientras lo seguías besando mansamente en su mejilla.
Y tu llanto caliente iba borrando la huella del beso de Judas.

Porque eras la madre del Hijo muerto.
Y eres la Madre también de todos los Judas, de todos los verdugos, de todos los pecadores.

Tu beso de Madre en su mejilla nos reconciliaba a tus hijos malos con tu Hijo Bueno.

Toda la Pasión se aprieta entre dos besos sobre la cara de Cristo :
El de Judas: relámpago de fuego que desencadena la tempestad.
Y el de María: sello y lacre final de la Corredentora.

Ante el beso de Judas, Cristo se queja. “Amigo, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?”
Ante el beso de María, Cristo ya no habla: “Todo está consumado”.

Señora, préstanos tus ojos esta noche de Dolores para saber mirar la cara de tu Hijo.
No te pedimos ni tus labios, ni su mejilla, porque sólo tú puedes besarle en su rostro.
Nuestros labios ya aprendieron su sitio.
Nosotros le besamos sus pies.


La Vida Resucitada de Cristo también comienza con un beso: el que ponen sobre sus pies floridos de disfrazado jardinero, los labios irrefrenables de María Magdalena.



Mi Cristo roto
Ramón Cue