martes, 23 de febrero de 2010

La alondra


Tú dijiste que amabas a la alondra por sobre todos los pájaros, por su vuelo recto hacia el sol. Así querías que fuera nuestro vuelo.

Los albatros se van sobre el mar, ebrios de las sales y de los yodos. Son como olas desprendidas que juegan en el aire sin soltarse demasiado de las otras olas. La ráfaga marina los alza y para no perder el impulso, ellos no van más alto que los vientos del mar.

La cigüeñas hacen largos viajes; han echado la sombra de su vuelo sobre el semblante de la tierra. Mas como el albatros, van horizontalmente, descansando en las colinas.

Sólo la sombra salta del surco como un dardo vivo y sube como bebida por el cielo arriba, canta en el temblor de la claridad matutina.

Entonces, el cielo siente que la tierra asciende. No le responden las selvas pesadas que quedan abajo. Ni el rodar melodioso del río. Pero una saeta con alas subió en su ímpetu y está suspendida entre el sol y el mundo; no se sabe si el pájaro ha bajado del sol o ha subido de la tierra. Está entre los dos cantando y parece una llama. Cuando ha cantado mucho, cae como rota sobre los trigos.

Tú, Francisco, querías que tuviéramos el vuelo vertical, sin el zig-zag hacia las cosas donde nos posamos, cortándolo.

Tú querías que el aire de la mañana estuviese todo saetado por muchas alondras libres. Imaginabas, Francisco, una red de alondras doradas que flotasen entre la tierra y el cielo, entre cada alabanza matinal.

Somos pesados, Francisco. Amamos nuestro surco tibio. Nuestra costumbre. Nos empinamos en la alabanza como se empinan las hierbas, la más alta llega sólo hasta los pinos altos.

Sólo al morir tenemos aquel vuelo; ya el cuerpo no se apega nunca más a nosotros como tierra pesada de surco.


Motivos de San Francisco
Gabriela Mistral

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