jueves, 25 de febrero de 2010

La muerte


También sentiste la muerte como una suavidad, Francisco; al tocar tu cuerpo dócil todas las cosas tenían que serte suavidad.

¿Cómo la sentiste?

Se te iba acercando muy callada, con los talones de silencio y blanda mirada. Se sentó frente a tus rodillas; notaste cómo te subía por ellas no un frío, una pequeña frescura como de agua de piscina que asciende, lenta. Te subió por los muslos descarnados insensiblemente; llegó al corazón, se derramó sobre él como una ola fresca, parándote el aliento. Te rodeó la garganta en una venda un poco apretada y el murmullo de la oración se fue aterciopelando. Su harina delgada iba espolvoreándose en los ojos abiertos y te pareció que el hermano Sol bajaba al ocaso, aunque no cabía bien la tarde a esa hora. Te extendió la mano siempre recogida por el hábito de la caricia y te la dejó abierta. Dejó hacer poco a poco como muchas felpas espesas sobre los oídos haciéndote lejanos los rezos de los frailes que estaban a su lado. Te estiró los miembros que recogías en el lecho, por parecer tan pequeñito como un niño. Te dio, por fin, lo que mucho habías anhelado: la pérdida del cuerpo, el cual se fue sumiendo en las aguas profundas de la inconsciencia. Y con un pequeño estremecimiento, se desprendió el alma, recogiéndotela de la cabeza hasta la punta de los pies -como se recoge una llama en un tronco que arde horizontal- en una lengua alta que subió arrebatada.

Y así te fue la muerte amiga. No pudo traicionarte; ninguna cosa desprendida de las manos de Dios sobre nuestras cabezas nos traiciona en este mundo, Francisco.


Motivos de San Francisco
Gabriela Mistral

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