jueves, 25 de febrero de 2010

San Francisco: Santo Patrono


....San Francisco fue un guardián; mantuvo vigilancia sobre todas las criaturas. Su lenguaje utilizó todas las palabras que hablan de amor, de atención, de vigilante preocupación, de ayuda a todo lo que es humano, presencia ante la pena, de ayuda en la adversidad y de compunción. Pero estas palabras constituyeron, al mismo tiempo, acción, puesto que tuvo la presencia y la simpatía, la ternura, el fervor y el fuego ardiente que constituyen la gama íntegra del amor.

Y por esta multitud de humanísimas imágenes, los artistas de todo el mundo se han consagrado fervorosamente a recapturar su forma y su expresión. Su beatitud, su oración y su labor, sus andanzas y sus arrestos, la celda cerrada y el tiempo inclemente. La magia divina esculpió el friso de su vida, ambulatoria y al mismo tiempo fijada a un objetivo. Su ambición, alterada por su pasión, era una y la misma.

San Francisco presenció las luchas de la Edad Media sin contagiarse con su fiebre. Es el vagabundo de todos los senderos de la Umbría; le vemos caminando y vemos todo lo que encuentra en su camino. Aquí dio refugio y consuelo, más allá solucionó conflictos, remedió humanas miserias sin causar humillación; corrigió sin la brusquedad de la llamada "ira santa".

San Francisco era de una sensibilidad extremada. En él, los cinco sentidos eran divinos. Tocaba la carroña sin repulsión; consideraba su igual al de elevada alcurnia y al vulgar; respiraba animosamente los aromas de la Umbría y sin volver la cara se mezclaba con el populacho de la plaza del mercado. Tampoco se airaba ante las bravatas de los poderosos. Y llegaba aún más lejos, aunque ni sus priores ni sus hermanos se lo hubiesen pedido. Cuidaba afectuosamente de animales, aves y plantas. Encontraba la cosa más natural del mundo aproximarse a las bestias salvajes, cuidar de las abejas, amparar al halcón, cantar, sí, cantar, en exquisitos versos latinos al sol, al agua y al fuego y aun alabar aquello que llamamos inanimado, en una especie de amor filial hacia aquel Planeta que consideraba como partícipe de la Divinidad, porque Cristo Nuestro Señor se dignó descender a él para redimirlo primero con su Sangre y luego con su Gracia.


Gabriela Mistral
Discurso de agradecimiento
Premio de las Américas (1950)
Universidad Católica de Washington

La muerte


También sentiste la muerte como una suavidad, Francisco; al tocar tu cuerpo dócil todas las cosas tenían que serte suavidad.

¿Cómo la sentiste?

Se te iba acercando muy callada, con los talones de silencio y blanda mirada. Se sentó frente a tus rodillas; notaste cómo te subía por ellas no un frío, una pequeña frescura como de agua de piscina que asciende, lenta. Te subió por los muslos descarnados insensiblemente; llegó al corazón, se derramó sobre él como una ola fresca, parándote el aliento. Te rodeó la garganta en una venda un poco apretada y el murmullo de la oración se fue aterciopelando. Su harina delgada iba espolvoreándose en los ojos abiertos y te pareció que el hermano Sol bajaba al ocaso, aunque no cabía bien la tarde a esa hora. Te extendió la mano siempre recogida por el hábito de la caricia y te la dejó abierta. Dejó hacer poco a poco como muchas felpas espesas sobre los oídos haciéndote lejanos los rezos de los frailes que estaban a su lado. Te estiró los miembros que recogías en el lecho, por parecer tan pequeñito como un niño. Te dio, por fin, lo que mucho habías anhelado: la pérdida del cuerpo, el cual se fue sumiendo en las aguas profundas de la inconsciencia. Y con un pequeño estremecimiento, se desprendió el alma, recogiéndotela de la cabeza hasta la punta de los pies -como se recoge una llama en un tronco que arde horizontal- en una lengua alta que subió arrebatada.

Y así te fue la muerte amiga. No pudo traicionarte; ninguna cosa desprendida de las manos de Dios sobre nuestras cabezas nos traiciona en este mundo, Francisco.


Motivos de San Francisco
Gabriela Mistral

La caridad


Nosotros llamamos caridad a poner en la mano extendida una moneda grande, o a pagar una cama de hospital, Francisco. Tú no. Cuando dabas, eras tú mismo lo que dabas.

Conociste la lepra y te quedaste sentadito horas y horas lavando la podre. Parecía que eras tú mismo el agua y el aceite; y también la venda.

Te dabas tú en la frutas jugosas que ponías en la boca del calenturiento. A los frailes no sólo les ofrecías el convento; te dabas tú en paciencia larga. Solían ser muy charlatanes y necesitaban una gran paciencia. Y cuando echabas de comer al lobo de Gubbio, también te dabas tú con las caricias que le hacías en el cuello mientras comía.

Y cuando hacías canciones también te dabas tú todito, con tu corazón ardiendo.

Y por eso, Francisco, te gastaste como las lunas en su cuarto menguante. Eras ya como una broma de la carne, que hablaba y que ya apenas tenía garganta. Tus manos se adelgazaron hasta ser transparentes como la hoja de otoño. Tu carne era un espejismo de la vieja carne que tuviste; tu milagro tenía más realidad que tu pobre cuerpo. Te habías desteñido en el bajo relieve de la tierra, y apenas se te veía. Lo mismo que la luna en el cuarto menguante.

Tú descubriste una verdad escondida; que no tenemos derecho a dar sino a nosotros mismos. Las demás cosas son de la tierra.

Cuando regalamos cosecha de frutos, es el surco generoso el que da; y cuando regalamos vestidos es el hilandero fatigado el que regala. Pero cuando nos damos a nosotros mismos, entonces sí damos de verdad.

Nosotros, Francisco, entregamos lo que nos sobra. Estamos tan llenos, que nos cansamos un poco con la brazada de ricas mazorcas de la vida. Se nos rompen los sacos de oro del trigo, y entonces cedemos, por no doblarnos a recoger lo caído. Tú te diste, te diste, te diste.


Motivos de San Francisco
Gabriela Mistral

Aprende a perder


Tú, que alcanzaste la alegría curable, Francisco, enséñala. Mi alma se parece al olivo, que entero está alegre y brillante y cuando un vientecillo le vuelca las hojas se queda con color ceniza.

Aprende a perder, dice Francisco.

Enséñame la fácil alegría que baja sólo con mirar el cielo abierto, la alegría que nada cuesta porque va pasando en el viento; alegría de ver amanecer, mirando cómo crece la rosa de la mañana en unos instantes de silencio sobre la colina, mirando cómo la crudeza del mediodía va suavizándose hasta tener las violetas tan tiernas de la tarde y cómo la noche se va espesando en una felpa profunda hasta ser densa, densa.

Eso no es todo. Aprende a perder, dice Francisco.

Enséñame, repito como embriagada, la ingenua alegría, la que viene de sentir el agua correr entre los dedos, con la mano sumida en el arroyo, la que revienta en una risa fresca porque se posa en nuestros pies una mariposa tan pintada que alucina.

No basta, aprende a perder, dice Francisco.

Enséñame-continúo todavía- aquella durable alegría que viene de que no se nos canse la belleza, grande, y que no nos conmueva la pequeña. Yo quiero que el rostro que amo no me fatigue, que el libro que leo no se me haga costumbre. Y hazme hallar hermosura en los menudos objetos que me ordenan; la taza clara como un lirio donde bebo mi leche, esta maceta de hojitas tiernas que crece junto con mi día, esta lámpara tan viva que me alumbra.

No basta tampoco eso, aprende a perder, dice Francisco.

Y sigue diciéndome: aprende a perder tu lecho blando sin que te duela el costado sobre el tosco jergón. Aprende a perder la sombra humanizada de tu corredor y que no te duela salir a la noche desnuda. Aprende a perder los rostros que te rodean, amantes, y por los cuales vendrá a llamar la muerte, para deshacer las líneas en que se hacía visible su ternura. Aprende a perder todas las suavidades de la vida y hasta la de Dios, cuyo servicio se te volverá de repente áspero como las limas. Aprende a perder tu propia sangre, consiente con alegría que se haga pus en tus llagas; a perder tu sano aliento y el latido junto de tu corazón, que se va a retardar o enloquecer y el color quemado de tus cabellos, cuando baje la ceniza innumerable de la muerte.

Y cuando ya sepas perder, habrás conseguido la durable alegría, y entonces no mudará el color de tu alma, como el follaje del olivo que voltea el viento.

¡Ay Pobrecillo! Todavía no sé perder; me parece que me roban en cada despojo y se levanta mi brazo lleno de ira para recuperar. ¡No sé perder! ¡No sé perder!


Motivos de San Francisco
Gabriela Mistral

miércoles, 24 de febrero de 2010

Nombrar las cosas


Tú, Francisco, tenías don de selección y don de elogio. Tú amaste aquellas cosas que son las mejores; caminando por la tierra todo lo conociste, pero elegías las criaturas más bellas. Y además del don del largo amor, que es el más rico de cuanto podemos recibir, te fue dada la gracia de saber nombrarlas donosamente.

Amaste el agua como Teresa, tu muy sutil hermana, el sol y el fuego, y el parado surco de la tierra. Tres bellezas diferentes que sólo son hermanas por ser cada una perfecta.

El agua es mística como el cristal; se hace olvidar en la fuente clara y las guijas y las vegetaciones del fondo miran el cielo, las nubes y la mujer que pasa, a través de la humildísima que se vuelve inexistente. El agua es una especie de San Francisco del mundo: es su alegría y su levedad. Hace la loquilla una garganta de piedra que se rompe y se pone a cantar en ella, es ágil, tiene esa virtud que es la elegancia en la pesada materia. Y en su delgadez va más viva que los animales toscos. Donde cobra reposo se hace mirada, una profunda mirada.

Al sol lo gozaste bien por tu angostito cuerpo. Te traspasaba como a las hojas delgadas. Lo hallabas muy tierno después de la larga humedad de la gruta; era un poco excesivo, pero con el exceso del vino generoso; en tus jornadas largas por los pueblos de la Umbría; te parecía salutífero, secando las llagas descubiertas de los leprosos y muy niño cuando hace en el agua lentejitas de oro.

Te gustaba sentir el fuego encendido lo mismo que el de tu pecho. Las pequeñas llamas triscadoras te parecían niños saltando en una ronda de frenesí.

Y como a pocos amaste te fue dado el saber nombrar de precioso nombre, a las criaturas. Tu adjetivo es maravilloso, Francisco; llamas robusto al fuego, humilde y casta al agua.

Las criaturas te amaban no sólo por tu santidad, Francisco, si no porque gustan del que las nombra justamente, sin abundancia de mimos, pero sin mezquindad.

Hábil tú para muchas cosas; para acomodar a un llagado en un banquito, sin que sintiese su pobreza y para decirle a las cosas lo que son, dándoles alegría con la palabra bien ajustada.

Otros santos no eran así, Francisco; descuidaban o desdeñaban su lenguaje con sus hermanos inferiores, cuidando sólo el del Señor. También era esto parte de tu elegancia, de tu gallo espíritu. Ni conversando con los surcos del campo te pudieron ver burdo, mi pobrecillo.

Has de enseñarme esto también, Francisco, que es otra forma profunda de dulzura.


Motivos de San Francisco
Gabriela Mistral

El sayal


¿Por qué hiciste tu sayal de ese color de castaña, Francisco? Tal vez te lo dieron las espigas quemadas. Ellas disimulan la harina blanquísima que las hincha. Así tú disimulabas la santidad.

Pero creo yo mejor que tú te enamoraste por el color de la corteza de los frutos, deseaste para tu sayal este mismo color humilde que hay en la cascarilla de los hermanos frutos.

O tal vez lo elegiste por ser el color de la tierra, desnuda, el más desdeñado; pero que es bueno para el servicio cotidiano.

No te gustaba que lo tejieran con espesura. Querías sentírtelo como la pajuela colandera del trigo. Y lo querías también permeable para que el hermano viento entrara a jugar con tu cuerpo y no te separase mucho de la luz.

¡Tan remendado que lo tenías, Francisco! Andabas sacando siempre de él hebritas para liar las cosas heridas que encontrabas. Y también cuando los matorrales no te conocían, te arrancaban jirones.

Tenerlo entero te parecía una forma de soberbia. Y hasta quisiste que te lo dieran ya usado, con el feo sudor de los otros cuerpos, con la espameña blanquecina en los codos y las rodillas.

A veces te lo hicieron con los restos de otros sayales. Querías sentir que, como llevabas prestado de Dios el cuerpo, llevabas prestada de los hombres la vestidura.

Si tú lo hubieses echado sobre la hiena, hermana del lobo de Gubbio, en el cubil se habría quedado como adormecida al sentirlo, tibio, sobre su lomo.


Motivos de San Francisco
Gabriela Mistral

martes, 23 de febrero de 2010

El lobo en el cielo


Un hombrecito lento y flaco como cordero en año de sequía, caminaba hacia mí, dejando atrás a los hombres alborotados.

Sus ojos puestos en mis ojos: sentí que toda mi fiereza era sorbida por ellos y luego devuelta a raudales de cariño, y que entero en esa mirada, su corazón latía tan suavemente que serenaba los bruscos latidos de mi corazón de lobo.

Al pedirme, según la usanza de los hombres, que le tendiese la zarpa, toqué sobre su palma tibia el mismo venero de la mirada. Mano para beber en ella cuanto un cuerpo puede dar de óptimo, mano para olfatearla y lamerla hasta quedar hermanados, mano que podría recoger brasas sin quemarse y doblar herraduras sin abultar las venas: con tal mano me bendijo y sentí que su ternura colmaba mi cuerpo.

Ahora sé lo que es quedar bendito e ir por el bosque como recién nacido, y dormir confiado como las montañas a la noche, y de despertar con el canto de las aves y dar gracias por hallarme otra vez en la luz.

Los de Agubbio se portaron como buenos lobos y cumplieron su promesa, dándome el sustento acordado. Así he envejecido entre el bosque y la ciudadela, yendo y viniendo de las densas hayas a las altas torres, y de las angostas callejuelas a los estrechos barrancos; pero todas las noches me venía a dormir en el abra donde conocí al cordero humano, aquí junto a la piedra donde me dio la mano y bendijo mi corazón.

Con mis viejos músculos que se habían ido entiesando y con estos ojos cansados que ya no podrían distinguir tu silueta, aguardé a que volvieras, Francisco. Por ti encaraba otra y otra mañana. Hasta que comprendí que nunca más nos veríamos en estos espacios, partidos en bosques y en ciudades. Entonces me fui a tender sobre la hierba de nuestro primer encuentro y me dejé enfriar bajo las estrellas.

Los de Agubbio me hallaron, plateado de escarcha, y cuando los vi recogerme con cariño y llevarme hacia la iglesia, les ladré un trueno, antes de correr hacia las estrellas.


Motivos de San Francisco
Gabriela Mistral

La alondra


Tú dijiste que amabas a la alondra por sobre todos los pájaros, por su vuelo recto hacia el sol. Así querías que fuera nuestro vuelo.

Los albatros se van sobre el mar, ebrios de las sales y de los yodos. Son como olas desprendidas que juegan en el aire sin soltarse demasiado de las otras olas. La ráfaga marina los alza y para no perder el impulso, ellos no van más alto que los vientos del mar.

La cigüeñas hacen largos viajes; han echado la sombra de su vuelo sobre el semblante de la tierra. Mas como el albatros, van horizontalmente, descansando en las colinas.

Sólo la sombra salta del surco como un dardo vivo y sube como bebida por el cielo arriba, canta en el temblor de la claridad matutina.

Entonces, el cielo siente que la tierra asciende. No le responden las selvas pesadas que quedan abajo. Ni el rodar melodioso del río. Pero una saeta con alas subió en su ímpetu y está suspendida entre el sol y el mundo; no se sabe si el pájaro ha bajado del sol o ha subido de la tierra. Está entre los dos cantando y parece una llama. Cuando ha cantado mucho, cae como rota sobre los trigos.

Tú, Francisco, querías que tuviéramos el vuelo vertical, sin el zig-zag hacia las cosas donde nos posamos, cortándolo.

Tú querías que el aire de la mañana estuviese todo saetado por muchas alondras libres. Imaginabas, Francisco, una red de alondras doradas que flotasen entre la tierra y el cielo, entre cada alabanza matinal.

Somos pesados, Francisco. Amamos nuestro surco tibio. Nuestra costumbre. Nos empinamos en la alabanza como se empinan las hierbas, la más alta llega sólo hasta los pinos altos.

Sólo al morir tenemos aquel vuelo; ya el cuerpo no se apega nunca más a nosotros como tierra pesada de surco.


Motivos de San Francisco
Gabriela Mistral

Los pies


Los caminos se acuerdan de ellos, todavía, como se acuerda la frente de una caricia.

Porque San Francisco iba siempre de camino. El dolor de los hombres, pensaba, está esparcido por el mundo y hay que ir buscándolo.

Los pies del Pobrecillo eran nerviosos y estaban vivos como esas hierbas que por un toque de luz en el ápice, parecen moverse sin viento. Por el color se parecían a aquellas hojas del álamo que el otoño hace transparentes y sonrosa en las puntas, y por lo ágiles, eran como si también tuvieran pecíolos como una hoja.

Sólo cuando camina por las ciudades llevaba un pedacito de sandalia bajo las plantas; si atravesaba el campo iban desnudas, besando esta tierra que es también el rostro de Dios.

Al llegar a un arroyo, los abandonaba en el agua, que cantaba en sus dedos como en las guijas. Después se secaban al sol, y este calor tierno se los hacía sentir como pajarillos.

Iban en sus pies los olores de las hierbas y por ellos se conocía qué caminos italianos habrían atravesado, campos de hierbas buenas o de cebadas.

Las hierbas solían gemir en las tardes dulcísimas por su recuerdo: ¿Por dónde andará ahora el Pobrecillo? Sólo él atraviesa sin doblarnos.

Y es que pensaba que la excelencia de las manos está en que toquen sin tocar, como el aliento, y la de las plantas en que resbalen sobre el mundo. Y pensaba también que el dueño de la tierra no la huella, y que nosotros le hundimos demasiado sus céspedes. Y así iba él por el tapiz de este mundo, como si fuese prestado y precioso.

Acariciando sus pies enjutos, tal vez les decía: esos son los servidores menuditos del alma; se los dio mi Señor y la llevan con diligencia hacia donde la está llamando la misericordia.

Amaba sus uñas, que son como el esmaltillo de la carne y las cortaba con esa gracia con que iba despuntando el extremo seco de los rosales.

Motivos de San Francisco
Gabriela Mistral

Las manos


¿Y sus manos?

Yo he solido encontrarlas en el reverso de una hoja que tiene vello ceniciento ya afelpado.

El sayal del santo era seco y áspero; su barba era como el sayal; la mejilla estaba un poco despellejada del sol de Asís; mas como era áspero y gris su sayal, él tenía siempre la mano extendida hacia aquellas criaturas en que la remembranza divina se vuelve suavidad.

Se quedaban en las hierbas mucho tiempo, gozaban bien al lirio, de la base hasta la torcedura del pétalo; se dormían sobre los corderillos por el deleite del tacto.

Pero siempre manos de varón de humildad que andaban metidas en las durezas de la vida y que no conocían óleos, siendo el dorso grueso, la palma era fina y sentidora. Al dar la mano, esta palma sorprendería. Aun cuando cayeran en la hora del descanso, se le quedaban esponjadas como si estuvieran siempre guardando una flor o un copo de lana.

En las llagas de los leprosos aquellas manos eran menos que un vientecillo de livianas.

Cómo le cuesta a la naturaleza amasar tales manos para la misericordia. Después de las de Jesús se demoró mil trescientos años en tejerlas. Con más facilidad hace la curva ancha de la frente para los pensamientos numerosos.

Cuando el dolor extiende ya como una red las vísceras padecedoras de los hombres, la tierra se pone a hacer otra vez estas manos.

Y yo suelo, entre las multitudes, buscarlas. Porque la hora, como red de pescador gotea de sangre, y ya es tiempo de que vuelvan a asomar aquellas manos a las puertas de nuestras pobres casas.

Motivos de San Francisco
Gabriela Mistral

Los labios


Y eran delgados los labios del Pobrecillo; estaban hechos para las palabras ligeras como una exhalación.

Todas las cosas tienen labios: los del surco son espesos, tienen que dar su grosura a los tubérculos y entregar el óleo de la aceituna negra; los labios del mar son numerosos y anchos y derraman ese gozo salvaje que hace gritar a las gaviotas. Los suyos pedían olvidarse porque estaban casi siempre silenciosos.

Su color no sería ardiente. Yo los veo con esa sonrosadura que tiene el jazmín en botón.

La sonrisa duraba en ellos hasta en el sueño, una sonrisa distinta de la nuestra, sin la malicia que se esconde como un granillo de mostaza en nuestras comisuras.

Ellos dieron a la tierra el beso más leve que ha recibido. Como no besaron boca de mujer, no conocieron frenesí. Le parecieron pequeños sus labios para besar el mundo, y se puso a cantar canciones. (Las canciones son como muchos labios derramados entre las criaturas). Su sonrisa descubría la gracia de los dientes menudos, más delgados que los nuestros, que exprimen recias carnes.

Y el aliento no conoció el jadeo de la violencia: era como la tremolación, imperceptible de la hierba quieta.

Le labraron a Francisco los labios para la canción con misericordia.

Motivos de San Francisco
Gabriela Mistral

lunes, 22 de febrero de 2010

Los ojos


¿Y cómo serían los ojos de San Francisco? Estaban como la hondura de la flor, mojados siempre de ternura.

Habían recogido las suavidades que tienen algunos cielos y su fondo estaba mullido de amor. Le costaba cerrarlos sobre el campo cuando anochecía, después de haber besado el mundo con la mirada desde la primera mañana.

A veces no le dejaban caminar; se prendían en un remanso o en una rama florida, como el hijo al pecho materno.

Le dolían de tiernos, le dolían de amor.

Motivos de San Francisco
Gabriela Mistral

El cuerpo


¿Cómo sería el cuerpo de San Francisco?

Dicen que de fino parecía que pudiera dispersarlo el viento. Echaba poca sombra; la sombra es como una soberbia de las cosas, ésa del árbol que pinta el césped o ésa de mujer que pasa empañando un instante la fuente. Apenas echaba sombra el Pobrecillo.

Era pequeñito. Como cruza un cabrilleo por el agua, cruzaba él por los caminos y más se le sentía la presencia que se le veía la forma.

Ligeros los brazos tanto que los costados no se los sentían caídos; la cabeza como una cabezuela de estambre dentro de la flor, tenía una mecedura llena de gracia; las piernas leves por el pasar siempre sobre las hierbas sin doblarlas, y angosto el pecho aunque fuese tan ancho para el amor (el amor es esencia y no agua que requiera grandes vasos). Y la espalda también era estrecha por humildad, para que se pensase en una cruz pequeña, menor que la Otra.

Tenía enjutos de arder los costados. La carne de su juventud se había ido junto con los pecados de ella.

Tal vez le crepitaba el cuerpecillo como crepitan de ardor los cactus áridos.

La felicidad humana es una cosa como de gravidez, y no la quiso; el dolor es otra espesura que rinde, y lo huía. Lo ingrávido era ese gozo de las criaturas que quiso llevar siempre.

Solía sentir el mundo ligero como una corola. Y él, posado en sus bordes no quería pesarle más que la abeja libadora.

¿Quién canta mejor en los valles cuando pasa el viento? Los gruesos oídos dicen que es una mujer que adelgaza el grito en su garganta de carne.

Pero el que canta mejor es el carricillo vaciado, donde no hay entrañas en que la voz se enrede, y ese carricillo que se erguía en el valle eras tú, menudo Francisco, el que apenas rayaste el mundo como una sombrita delgada.

Motivos de San Francisco
Gabriela Mistral

domingo, 21 de febrero de 2010

La voz de Francisco


¡Cómo hablaría San Francisco! ¡Quién oyera sus palabras goteando como un fruto su dulzura! ¡Quién las oyera cuando el aire está lleno de resonancias secas como un cardo muerto!
Esa voz de San Francisco hacía volverse el paisaje sobre él, como un semblante; apresuraba de amor la savia en los árboles y hacía aflojarse de dulzura su abullonado a la rosa.

Era un acento quedo, como el que tiene el agua cuando corre bajo la arenita menuda. Y cantaba sus canciones con ese acento amortiguado por la humildad. (Cantar es tener un estremecimiento más que una palabra en la voz).

El hablar de San Francisco se deslizaba invisible por los oídos de los hombres. Y se hacía en sus entrañas un puñado de flores suavísimas. Y ellos no entendían aquella suavidad extraña que les hacía. Ignoran que las palabras son guirnaldas invisibles que se descuelgan hacia las entrañas.

Hasta era mayor que el de las manos este milagro de la voz. Francisco no tocaba a veces el pecho de los leprosos: les hablaba con sus manos cogidas, y el aliento era el verdadero aceite que les resbalaba aliviando las llagas.

Y se hizo Francisco boca de canciones, para ser boca de sumo amor. No quiso buscar al Señor con gemidos en la sombra como Pascal. Lo buscó en el sentido de sus canciones gozosas semejantes al latido vivo de polvo dorado que hay en un rayo de sol.

¿Cuál es la mayor dulzura que has alcanzado allá abajo?, solían preguntar los ángeles al Señor. Y el Señor les respondía: No son los panales que se vencen; son los labios que están siempre henchidos de mi siervo Francisco, cantador.

Motivos de San Francisco
Gabriela Mistral