jueves, 24 de septiembre de 2009

¿Qué hemos de traerte?


Hay algo que forma parte de la imagen de Navidad: los regalos. Nuestras obras de teatro popular navideño ilustran ricamente cómo los pastores piensan cuál podría ser el obsequio que pueden llevar al Niño, y toman las diferentes alternativas posibles de la misma vida cotidiana de los hombres de nuestra tierra.

Un himno litúrgico de la Iglesia oriental se dedica al mismo tema pero le da mayor profundidad. Dice el himno: "¿Qué hemos de ofrecerte, oh Cristo, que por nosotros has nacido hombre en esta tierra? Cada una de las criaturas, obra tuya, te trae en realidad el testimonio de su gratitud: los ángeles , su amor; el cielo la estrella; los sabios, sus dones; los pastores, su asombro; la tierra, la gruta; el desierto, el pesebre. Pero nosotros, los hombres, te traemos, una Madre Virgen".

María es el regalo de los hombres a Cristo. Pero eso significa al mismo tiempo que el Señor no quiere de los hombres "algo", sino al hombre mismo. Dios no quiere que le demos porcentajes, sino nuestro corazón, nuestro ser. El quiere nuestra fe y, a partir de la fe, la vida; después, de la vida, aquellos dones de los que hablará en el juicio final: alimento y vestidos para los pobres, compasión y amor compartido, la palabra de consuelo y la compañía para los perseguidos, los encarcelados, los abandonados y los perdidos.

¿Qué hemos de ofrecerte, oh Cristo? Seguramente te traemos demasiado poco cuando sólo intercambiamos entre nosotros regalos caros que ya no son expresión de nosotros mismos y de nuestra gratitud-sentimiento que habitualmente dejamos sin expresar-. Intentemos llevarle por regalo la fe, llevarnos a nosotros mismos, y aunque más no fuera en esta forma: ¡Creo, Señor, ayuda mi incredulidad! Y no olvidemos ese día a los muchos en quienes el Señor sufre sobre la tierra.


La bendición de la Navidad
Joseph Ratzinger
Benedicto XVI

jueves, 3 de septiembre de 2009

Un drama que se repite siempre


El icono de Navidad de las iglesias orientales adquirió sustancialmente su forma ya en el siglo IV y reunió en ella todo el misterio de la Navidad. Ese icono expresa la profunda relación entre la Navidad y la Pascua, entre el pesebre y la cruz, la armonía entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, la unión del cielo y de la tierra en el cántico de los ángeles y en el servicio de los pastores. Cada figura en ese icono tiene un profundo y arcano significado.

En el icono se asigna una función muy peculiar a san José. El está sentado a un costado, sumergido en profunda reflexión. Delante de él se encuentra, vestido de pastor, el tentador, que le habla con texto de la liturgia y le dice: "Así como tu cayado no puede brotar, así un viejo no puede ya engendrar ni una virgen puede dar a luz". La liturgia agrega: en su corazón se abatió una tempestad de pensamientos contradictorios, estaba confundido. Pero, iluminado por el Espíritu Santo, canta: ¡Aleluya! Así el icono presenta en la figura de san José un drama que se repite siempre: nuestro propio drama.

Es siempre lo mismo. Una y otra vez nos dice el tentador: sólo existe el mundo visible y no hay encarnación de Dios ni nacimiento de la Virgen. Es la negación de que Dios nos conoce, de que nos ama, de que es capaz de actuar en este mundo. De ese modo, en lo más hondo es una negativa a la gloria de Dios. Es la tentación de nuestro tiempo, que se presenta con tantos motivos eruditos y aparentemente muy nuevos que parece irresistible. Pero es siempre la misma tentación.

Pidamos al Dios bondadoso que envíe la luz del Espíritu Santo también a nuestros corazones. Pidamos que nos regale también a nosotros el poder salir de la obstinación en nuestras aspiraciones, el ver llenos de alegría su luz y cantar: ¡Aleluya! ¡Verdaderamente, Cristo ha nacido, Dios se ha hecho hombre! Pidámosle que también en nosotros se verifique la frase de la liturgia oriental que dice: "Te traemos una Madre Virgen. Te nos traemos también a nosotros, más que un regalo monetario: te traemos la riqueza de la verdadera fe, a ti, el Dios y Salvador de nuestras almas".


La bendición de la Navidad

Joseph Ratzinger
Benedicto XVI

En el silencio, aprender a escuchar


La Navidad nos llama a entrar en ese silencio de Dios, y su misterio permanece oculto a tantas personas porque no pueden encontrar el silencio en el que actúa Dios. ¿Cómo encontramos ese silencio? El mero callar no lo crea. En efecto, un hombre puede callar exteriormente pero estar al mismo tiempo totalmente desgarrado por el desasosiego de las cosas. Alguien puede callar pero tener muchísimo ruido en su interior.

Hacer silencio significa encontrar un nuevo orden interior. Significa pensar no sólo en las cosas que se pueden exponer y mostrar. Significa mirar no sólo hacia aquello que tiene vigencia y valor de mercado entre los hombres. Silencio significa desarrollar los sentidos interiores, el sentido de la conciencia, el sentido de lo eterno en nosotros, la capacidad de escucha frente a Dios.

De los dinosaurios se afirma que se extinguieron porque se habían desarrollado erróneamente: mucho caparazón y poco cerebro, muchos músculos y poca inteligencia. ¿No estaremos desarrollándonos también nosotros de forma errónea: mucha técnica pero poca alma? ¿Un grueso caparazón de capacidades materiales pero un corazón que se ha vuelto vacío? ¿La pérdida de percibir en nosotros la voz de Dios, de conocer y reconocer lo bueno, lo bello y lo verdadero?

"Hagamos silencio, hablemos sobre el Señor, que se acerca la medianoche." ¿No es ya más que hora de introducir una corrección en el curso de nuestra "evolución"?

La Navidad debería ayudarnos a encontrar esa corrección de curso y, de ese modo, prestarnos mutuamente y prestar al mundo el servicio que con más urgencia necesita. En efecto, el apremio más profundo del hombre de hoy no proviene de la crisis de nuestras reservas materiales, sino de que se nos tapian las ventanas que miran a Dios y de que, de ese modo, nos vemos en el peligro de perder el aire que respira el corazón, de perder el núcleo de la libertad y de la dignidad humanas.


La bendición de la Navidad
Joseph Ratzinger
Benedicto XVI