viernes, 27 de junio de 2008

Contemplar a Cristo con María


María, modelo de contemplación



La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable.

El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial. Ha sido en su vientre donde se ha formado, tomando también de Ella una semejanza humana que evoca una intimidad espiritual ciertamente más grande aún.


Nadie se ha dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo.


Los ojos de su corazón se concentran de algún modo en El ya en la Anunciación, cuando lo concibe por obra del Espíritu Santo; en los meses sucesivos empieza a sentir su presencia y a imaginar sus rasgos.


Cuando por fin lo da a luz en Belén, sus ojos se vuelven tiernamente sobre el rostro del Hijo, cuando lo “envolvió en pañales y le acostó en un pesebre”( Lc 2, 7).


Desde entonces su mirada, siempre llena de adoración y asombro, no se apartará jamás de El. Será a veces una mirada interrogadora, como en el episodio de su extravío en el templo: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?” (Lc 2,48); será en todo caso una mirada penetrante, capaz de leer en lo íntimo de Jesús, hasta percibir sus sentimientos escondidos y presentir sus decisiones, como en Caná (cf .Jn 2,5); otras veces será una mirada dolorida; sobre todo bajo la cruz, donde todavía será, en cierto sentido, la mirada de la “parturienta”, ya que María no se limitará a compartir la pasión y muerte del Unigénito, sino que acogerá al nuevo hijo en el discípulo predilecto confiado a Ella (cf. Jn 19, 26-27); en la mañana de Pascua será una mirada radiante por la alegría de la resurrección y, por fin, una mirada ardorosa por la efusión del Espíritu en el día de Pentecostés (cf. Hch 1,14).


Rosarium Virginis Mariae
Juan Pablo II

"Dios mío y todas las cosas"


San Francisco es patrono de los ecologistas, aunque en él el ecologismo sólo tiene sentido en una dimensión vertical: respeta y ama el universo como obra maravillosa salida de las manos del Creador, al cual siempre se dirige con himnos de alabanza y de agradecimiento. Así lo expresa en su “Cántico del Hermano Sol”:

-Altísimo, omnipotente y buen Señor, tuyas son las alabanzas, la gloria, el honor y toda bendición. A ti sólo, Altísimo, te pertenecen y ningún hombre es digno de hacer de ti mención.

Francisco exclama por bosques y montañas: ¡Dios mío y todas las cosas! Las contempla embelesado y a todas las llama “hermanas” porque provienen de un mismo Padre: hermano Sol, hermana Luna y hermanas estrellas, hermano fuego, hermano viento, hermana agua, hermanos pájaros y hermano lobo.

No huye del mundo como los anacoretas, ni menosprecia la belleza de la creación. En todo caso lo que rechaza es el deseo de poseer y de destruir la naturaleza en beneficio propio.
Las hermanas ni se poseen ni se violan; simplemente se tienen, escribe Chesterton comentando la actitud ecológica del santo.

Francisco de Asís pobre y libre
Francesc Gamissans

Trabajar con alegría


Durante una de las permanencias del bienaventurado Francisco junto a la iglesia de la Porciúncula, volvía un varón espiritual de pedir limosna en Asís.

Al llegar cerca de la iglesia, empezó a alabar a Dios en alta voz y con gran alegría.

Al oírlo, el bienaventurado Francisco salió de la casa, corrió hacia él con gran alborozo y lo besó en el hombro del que colgaba la alforja de las limosnas.

Luego, le arrebató la alforja y, cargándosela, la llevó a la casa de los hermanos y dijo ante ellos:
"Así quiero ver a mi hermano al ir por limosna y al regresar con ella: contento y alegre.”

Leyenda de Perusa, 98
El mensaje de Francisco de Asís

jueves, 26 de junio de 2008

Los abuelos de Jesús


Son Ana y Joaquín. Sobre ellos se acumulan las leyendas y tradiciones, pero la primera tradición, la más valiosa, es esta: que de ambos, una pareja de Nazaret, nació María, la madre de Jesús, la Madre de Dios.


Joaquín trabajaba quizá en el campo, como la mayoría de los hombres, o quizá tenía un oficio. Era el jefe de la familia, y ello significaba que él era el titular de todos los bienes familiares y era también quien tomaba las decisiones, de modo que todos, empezando por su mujer, tenían que obedecerle. Ana, como las demás mujeres, se encargaba de la casa y eso, en aquella época, significaba cosas tan importantes como tejer la ropa, moler y cocer el pan, ir por agua a la fuente, mantener encendida la lámpara de aceite que iluminaba la casa… Es verdad que, en aquella época, las mujeres estaban a merced de sus maridos y eran consideradas en todo inferiores, como un signo visible de eso, podemos recordar que en aquel tiempo las mujeres no se sentaban nunca a la mesa junto con los hombres, sino que se mantenían de pie, sirviéndoles. Pero también es verdad que los maridos necesitaban mucho a sus mujeres, y ello equilibraba un poco la situación.


A buen seguro, la relación de pareja entre Joaquín y Ana, si eran personas deseosas de seguir el camino de Dios, era una relación basada en el amor. Y si tuvieron la hija que tuvieron, podemos pensar que la relación entre ellos funcionaba bien, y en su casa se vivía un ambiente que ayudaba a adoptar buenas actitudes ante la vida.


Y ese ambiente familiar también sería el que se vivía en cuanto a la fe y la fidelidad al Dios de la Alianza. Ambos, Joaquín y Ana, eran creyentes convencidos, que llevaban esa fe y esa fidelidad muy adentro, y eso se notaba en su vida. Ambos. Porque las mujeres, en aquel tiempo, no estaban obligadas a seguir muchas de las normas religiosas: por ejemplo, no estaban obligadas a ir a la sinagoga, ni a decir las oraciones rituales que cada día todo buen israelita recitaba. Pero tampoco lo tenían prohibido: muchas de ellas conocían y vivía muy profundamente la fe de Israel y eran las primeras educadoras de sus hijos e hijas.


Sabemos, ciertamente, que María era de esas mujeres. Y podemos pensar que su madre la había ayudado mucho a ser así. María habría visto que Ana no se limitaba a cumplir las pocas obligaciones que las mujeres tenían en el campo de la fe, sino que la vivía más allá de las obligaciones, como algo propio, profundo, personal, y que viviendo así encontraba alegría y sentido, y había querido ser como ella. Y habría visto también la fidelidad religiosa de su padre Joaquín, y cómo aprobaba el modo de hacer de su mujer Ana.


Joaquín y Ana. Sabemos muy pocas cosas de ellos. Un hombre y una mujer que- en su época, en sus circunstancias, en un momento histórico muy distinto del nuestro- llevaron dentro del corazón la fuerza de la fe, el deseo de la bondad y de la fidelidad, la esperanza de un futuro marcado por el amor de Dios para con todos. Y eso lo vivieron de tal modo que ayudaron a crecer a una hija capaz de ser señal y síntesis de todo lo mejor que la humanidad podría desear.


Santa Ana y San Joaquín
Josep Lligadas

Un nuevo Cristo en la tierra


Dos años antes de morir, durante el mes de septiembre, en la llamada cuaresma de San Miguel, Francisco subió a la Montaña llamada La Verna con intención de retirarse una temporada. Sólo se llevó a uno de los discípulos más íntimos, fray León, que le llevaría cada día un poco de pan y de agua, y le hacían compañía los pájaros rompiendo el silencio con sus trinos.


Meditaba y lloraba la Pasión del Maestro, y a medida que pasaban los días y las noches en divina contemplación experimentaba más vivo el deseo de participar en los sufrimientos y en el amor del Crucificado. De sus labios brotó esta oración:


-Señor mío Jesucristo. Te pido me otorgues dos gracias antes de morir. La primera, que experimente en el alma y en el cuerpo, y en todo lo que sea posible, aquel dolor que Tú, Jesús dulcísimo, sostuviste en tu amarga Pasión. La segunda, que sienta en mi corazón, tanto como sea posible, aquel amor inconmensurable en que Tú, Hijo de Dios te abrasabas cuando sufrías tantos tormentos por nosotros pecadores.


Esto sucedía el 14 de septiembre, fiesta de la Santa Cruz. Al despuntar el día, Francisco ve bajar del cielo un serafín con seis alas encendidas y resplandecientes que, en un ligero vuelo, se acerca a él. Observa claramente la figura de un hombre crucificado- Cristo- con seis alas de serafín que cubren su cuerpo. Siente un gozo inmenso ante el aspecto atractivo del Crucificado, que le mira lleno de amor; pero por otro lado, al verlo clavado en la cruz, experimenta un profundo dolor.

Acabado aquel éxtasis, aparecen en las manos y los pies de Francisco los estigmas de Jesús, y en su costado derecho una larga herida, roja y sangrante que llega incluso a manchar su túnica. Desde entonces iba por el mundo y se abrazaba a los árboles llorando y diciendo: “¡ El Amor no es amado, el Amor no es amado!”


Francisco de Asís, pobre y libre
Francesc Gamissans

miércoles, 25 de junio de 2008

Navidad


En la huella

Había decidido nacer como la gente. Pero un decreto impersonal había obligado a su madre a ponerse en camino.

Los hombres no lo dejarían nacer en su casa. Allí quedó la cunita que le habían preparado; y las vecinas que habrían venido a compartir la alegría y los pequeños servicios que trae acollarado el nacimiento de un hombre.

Pero el emperador había querido saber cuantos hombres estaban bajo su imperio, y ello había obligado a que el Hijo del hombre naciera en ruta.

Allá en Belén había una posada para los peregrinos. Y allá Dios había decidido que naciera su hijo. Porque entre los miles y miles de techos que el hombre se había levantado para guarecerse, el Padre había elegido desde toda la eternidad a ese albergue para que fuera lo primero que viera su hijito al nacer. Guarida contra el desamparo, lugar de acogida, un techo de hombre para un Dios nacido en ruta.

Y el Padre lo había elegido en serio. Porque allí había encontrado su complacencia. Allí había ido preparando desde tiempo antiguo todo aquello que quería tenerle dispuesto a su hijo para su llegada a tierra de hombres. Y esa tarde todo estaba dispuesto. Todo. Solo faltaba una cosa. Esa que Dios ha querido no poder decidir por sí mismo. Lo único que faltaba era que el dueño del albergue dijera que sí.

Y dijo que no. No sé lo que habrá pasado. A lo mejor esa tarde ya había tenido que decir demasiados no. Tal vez estaba cansado, harto de que vinieran a pedirle alojamiento, cuando sus capacidades estaban colmadas. Quizá estaba dolido por algo. Con bronca. No sé.
Pero el hecho fue que dijo que no. Y un “no” categórico y sin apelación. No había lugar para ellos en la posada.

¡Pobre hombre! Pensó que se la negaba a una pareja de hombres. Y en realidad se la estaba negando al Padre, que lo invitaba a ser el desembarcadero de su actuar en la historia. Ese “no”, que le salió tal vez como uno más de la serie, lo desplazaba a él para siempre de la historia de la salvación. Desde ahora todas las generaciones lo llamarían: “infeliz” al verlo sentado al borde del camino con un “no” cristalizado entre los labios. Justamente a él, que estaba destinado para encabezar la caravana de hombres que acogerían al Señor en su casa.

Y allí quedó su albergue como inmensa tapera histórica. Albergue destinado a acoger a Dios en beneficio de los hombres. Y ahora despreciado de los hombres, por no haber aceptado a Dios.
Pero el “no” de un hombre a Dios, no detiene el “sí” de Dios a los hombres. Como el “no” de un cerro no detiene el “sí” de un río. Simplemente el río irá a regar el valle buscando por los bajos un curso nuevo. Y así también fue que el Señor se fue a nacer en una tapera. Tapera que no pudo decir que no, porque quizá no tenía puerta para cerrarse.

No. No es que el Señor hubiera elegido esa pobreza para nacer en ella. Fueron los hombres los que lo obligaron a ir a la pobreza. Dios quería nacer entre los hombres. Y los hombres con posibilidades de optar, optaron por el no. Y entonces Dios siguió su ruta hacia la pobreza, que es la que tiene menos capacidades para optar. Por eso el Señor nació en una tapera. Gruta sin puertas con un “sí” olvidado dentro. Y Dios necesitaba al menos de ese pobre sí, para nacer. Porque no hay nada más imparable que un parto. Pero el parto necesita en la historia, de un lugar donde realizarse.

Sobre todo si en ese parto, lo que va a nacer para un pueblo es el mismo Dios.

Fieles a la Vida
Mamerto Menapace

Mis hermanos los pájaros


Algo en la naturaleza de Francisco no resistía el llamado de los caminos. Un día seguido por algunos compañeros, dejó la Porciúncula y se dirigió hacia Espoleto cantando en francés, según su vieja costumbre.

Cuando estaban por llegar a la antigua Bavegna, pequeña y encantadora urbe que habría de desempeñar un importante papel en la disputa entre el Papa y el emperador y cuyas murallas almenadas conservan ese aire de vigilar cualquier acercamiento sospechoso en un pliegue del terreno, pájaros de todos los plumajes esperaban a Francisco en una vasta pradera de las inmediaciones de la ciudad.

También había una cantidad increíble en los árboles de los alrededores. Las cornejas y sus parientes, los grajos negros de pico largo, ponían en el auditorio una nota seria suavizada por los tonos diáfanos de las palomas salvajes y los pechos anaranjados de los pardillos. Estaban todos los pájaros del campo, los rebuscadores y los que no vivían más que para cantar y los que habitaban en las rocas o anidaban en los surcos. Ninguno se movió, ni una sola urraca, cuando Francisco se acercó. Los saludó con la bendición acostumbrada en la hermandad: “Que el Señor esté con vosotros”. Rogando entonces a sus hermanos los pájaros que le prestaran atención, les dio un sermón lleno de sentido común y de amor.

Primero los felicitó por la manera en que estaban vestidos, dejando de lado el gorjeo para no ofender a nadie, y por la sublime independencia que le daban sus alas. Tenían todo el cielo para sus retozos; vivían sin la preocupación por el mañana, ya que el alimento les era generosamente brindado cada día. ¡Cómo los amaba Dios! Y él, Francisco, decía a sus hermanos, los pájaros, que debían dar gracias a Dios todo el día.

Los pájaros manifestaron la alegría que les causaba oír estas palabras sacudiendo las alas y estirando el cuello para ver mejor a su hermano Francisco, pero lo notable es que seguían guardando silencio. Y, cuando empezó a pasearse entre ellos, rozándolos con su hábito, se quedaron junto a él y no volaron hasta que él les dio permiso.
Luego de lo cual, en la plaza de la pequeña ciudad fue a predicar a los hombres.


Hermano Francisco
Julien Green

Icono de Navidad


En el icono, la inscripción de arriba en abreviatura y en eslavo eclesiástico dice: “Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo”; la fiesta del 25 de diciembre en el Oriente bizantino representa todo el misterio de la venida al mundo del Hijo de Dios y comprende también la adoración de los Magos.


En el centro, en una gruta oscura, está el recién nacido: “La luz brilla en las tinieblas”. La gruta oscura es el símbolo del mal y las fajas del Niño son como las fajas mortuorias de donde saldrá el Resucitado. En los textos litúrgicos el mismo término indica unas y otras. En lo alto, un rayo de luz, uno como Dios es uno, sale de la estrella y se hace triple, aludiendo evidentemente a la Trinidad; desciende sobre la Madre y el Hijo señalados también con abreviaturas en griego junto a la cabeza( Míter Theoú= Madre de Dios y Isús Cristos= Jesús Cristo). El pesebre parece un altar, al que están invitados los judíos, representados por el buey, y los gentiles representados por el asno, según una interpretación de los antiguos Padres.


Arriba a la izquierda, dos ángeles están en adoración, mientras otro a la derecha se lo anuncia a los pastores. Los tres Reyes Magos a caballo se dirigen hacia el Salvador guiados por la estrella. Debajo de ellos, se representa a José pensativo, en un momento de tentación en el que el diablo, delante de él y disfrazado de pastor, le hace dudar de la virginidad de María. La escena del baño significa que Jesucristo tiene una naturaleza verdaderamente humana; a la vez que se insinúa el bautismo, ya que la pila tiene la forma de fuente bautismal.


El personaje central del icono es la Madre de Dios. Acostada sobre un paño púrpura después de haber dado a luz al hijo, está vuelta hacia nosotros (son poquísimos los iconos en los que mira a Jesús); se diría que está "meditando en su corazón” el misterio de la salvación en el que ella, flor de la humanidad, nos representa a todos con su consentimiento a la encarnación, por el que ha sido hecha madre de todos. Se pueden ver bien las tres estrellas en la frente y en los hombros para indicar que permaneció virgen antes, durante y después del parto. El cielo del fondo no es azul, sino dorado como la luz divina. A la Navidad en Oriente se le llama” fiesta de la luz”.


La composición del icono se remonta a la más remota antigüedad. Las ánforas de Monza del siglo IV-V provenientes de Tierra Santa, tenían una representación parecida.


El icono, imagen de lo Invisible
Sor María Donadeo

martes, 24 de junio de 2008

Aprovechando dificultades


La tradición ha hecho de San José un paciente carpintero, pero sobre su figura se nos dice muy poco en los evangelios. El resto han tratado de complementarlo las tradiciones de cada pueblo.
Un antiguo cuento catalán nos trae esta hermosa historia, del tiempo en que San José se dedicaba a preparar la cuna para el Niño Jesús. Aunque sabemos que luego no la pudo utilizar, porque hubo que partir de apuro para Belén. Allá ocuparía su lugar un sencillo comedero de animales.


El Santo Patriarca tenía muy pocas herramientas, y además muy primitivas. De las guerras antiguas le había quedado como herencia de familia una vieja espada, ancha y corta, con la que se las ingeniaba para cortar las maderas. Imagínense el trabajo que le llevaba el poder realizarlo con ese instrumento. Pero como necesitaba cortar un tronco haciéndolo tablas, gastó toda la mañana afilando lo mejor que pudo la vieja espada. Con ella pensaba cortar, por la tarde, la madera de la cuna del Señor.


A mediodía la herramienta había quedado muy filosa, pero él estaba agotado por el esfuerzo. Era de muy buen sueño-como toda persona con la conciencia tranquila-y luego de comer se fue a tirar un rato para dormir la siesta, mientras María terminaba de arreglar la cocina.


El diablo estaba furioso. No podía lograr nada en esa casa. Allí se cumplía con alegría la voluntad de Dios. Cierto: no había demasiadas cosas, y las pocas con las que se contaba no lograban encadenar el alma de ninguno de los dos. Pero mandinga estaba decidido a hacer una de las suyas, para ver si podía hacerle perder la paciencia a San José.
Y el Señor Dios se lo permitió. Porque sin su permiso, nada malo puede sucedernos. Y si algo nos sucede, a la larga es para nuestro bien. Siempre que nosotros no le hagamos caso al Malo, que nos quiere hacer perder la confianza en la bondad de Dios.


Entró Lucifer al tallercito, y con la misma lima con la que el Santo había afilado la espada se dedicó a mellársela. Y como quería sacarlo de sus casillas, hizo su trabajo con esmero. Colocó la espada con el filo para arriba y la afirmó bien apretándola con la morsa. Luego con la lima la fue mellando de ida y de vuelta. Hasta le salió un trabajo prolijo, porque mandinga no es manco cuando se pone.


Cuando San José se levantó y quiso retomar su trabajo, se encontró que su pobre espada estaba desfigurada. En lugar del filo quedaba una hilera de dientes trabados de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. Aparentemente el instrumento había quedado inutilizado de punta a punta. Pero no: San José agradeció a Dios lo que había sucedido. Porque, sin querer, el diablo había inventado el serrucho.


Peregrinos del Espíritu

Mamerto Menapace

martes, 17 de junio de 2008

Del Catecismo de la Iglesia Católica


Nº 525:

Jesús nació en la humildad de un establo, de una familia pobre (Lc 2,6-7), unos sencillos pastores son los primeros testigos del acontecimiento. En esta pobreza se manifiesta la gloria del cielo (Lc 2,8-20). La Iglesia no se cansa de cantar la gloria de esta noche:

La Virgen da hoy a luz al Eterno

Y la tierra ofrece una gruta al Inaccesible.

Los ángeles y los pastores le alaban

Y los magos avanzan con la estrella.

Porque Tú has nacido para nosotros,

Niño pequeño, ¡Dios eterno!

(Kontakion de Romanos el Melódico)