miércoles, 7 de octubre de 2009

¿Quién lo reconoció y quién no?


Pero ¿lo reconocemos realmente? Al colocar en el pesebre las figuras del buey y del asno tiene que venirnos a la memoria toda la frase de Isaías, que no es sólo un "evangelio"-promesa de reconocimento futuro- sino también juicio sobre la ceguera presente. El buey y el asno conocen, pero "Israel no conoce, mi pueblo no entiende".

¿Quiénes son hoy buey y asno, quiénes "mi pueblo", que no entiende? ¿En qué se reconoce al buey y al asno, en qué a "mi pueblo"? ¿Y por qué se da que la ausencia de razón alcanza conocimiento y la razón es ciega?

Para encontrar una respuesta tenemos que remontarnos una vez más, junto con los Padres de la Iglesia, a la primera Navidad. ¿Quiénes fueron los que no reconocieron al Señor? ¿Y quiénes lo conocieron? ¿Y por qué se dieron así las cosas?

El que no lo reconoció fue Herodes, que no entendió nada cuando le contaron acerca del niño, sino que se encegueció aún más por sus ansias de poder y el correspondiente delirio de persecución (Mt 2, 3). La que no lo reconoció fue "toda Jerusalén con él" (ibídem). Los que no lo reconocieron fueron los hombres vestidos con refinamiento (Mt 11, 8), la gente fina. Los que no entendieron fueron los eruditos, los conocedores de la Biblia, los especialistas en exégesis de la Escritura, que sabían exactamente cuál era el versículo que correspondía, pero, a pesar de ello, no comprendieron nada (Mt 2, 6).

Los que sí lo reconocieron-a diferencia de toda esa gente de renombre- fueron "el buey y el asno": los pastores, los magos, María y José. ¿Es que acaso podía ser de otro modo? En el establo donde está el Niño Jesús no vive la gente fina: allí viven, justamente, el buey y el asno.

Pero ¿y nosotros? ¿Estamos tan lejos del establo porque somos demasiado finos y sesudos para estar en él? ¿No nos enredamos también nosotros en interpretaciones eruditas de la Biblia, en demostrar la inautenticidad o autenticidad del lugar histórico, al punto de quedarnos ciegos para el mismo Niño y no captar nada de él? ¿No estamos también nosotros demasiado en "Jerusalén", en el palacio, afincados en nosotros mismos, en nuestra arrogancia, en nuestra manía persecutoria, como para poder escuchar por la noche la voz de los ángeles, acudir al pesebre y adorar?

Así pues, esta noche los rostros del buey y del asno nos miran con ojos interrogativos: mi pueblo no entiende; ¿entiendes la voz del Señor? Al colocar en el pesebre estas figuras tan familiares deberíamos pedir a Dios que le regale a nuestro corazón la sencillez que descubre en el niño al Señor, como en su día Francisco en Greccio. Entonces podría sucedernos también a nosotros lo que Celano, siguiendo muy de cerca las palabras de san Lucas sobre los pastores de la primera Nochebuena (Lc 2,20), narra acerca de los que participaron en la Nochebuena de Greccio: "todos retornaron a sus casas colmados de alegría".


La bendición de la Navidad
Joseph Ratzinger
Benedicto XVI

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