sábado, 10 de octubre de 2009

Dios quería y quiere nuestro amor


"Los suyos no la recibieron"(1, 11), dice el prólogo de san Juan sobre la Palabra encarnada. Al final, preferimos nuestra empecinada desesperación a la bondad de Dios que quisiera tocar nuestro corazón desde Belén. Al final, somos demasiado orgullosos como para dejarnos redimir.

"Los suyos no la recibieron": el abismo de esta frase no se agota en la historia de la búsqueda de albergue que solemos representar una y otra vez con tanto amor en nuestro teatro popular navideño. Tampoco se agota con el llamamiento moral a pensar en los sin techo que pueblan el mundo entero y nuestras propias ciudades, por importante que sea tal llamamiento. Esa frase toca algo más profundo en nosotros, toca el motivo más íntimo y hondo por el cual la tierra no ofrece techo a tantos seres humanos: el hecho de que nuestra soberbia cierra las puertas a Dios y, con ello, también a los hombres.

Somos demasiado soberbios para ver a Dios. Nos pasa como a Herodes y a sus especialistas en teología: en ese nivel ya no se oye cantar a los ángeles. En ese nivel uno se siente amenazado por Dios o bien se aburre de él, En ese nivel no se quiere ser ya de "los suyos", ser "de Dios", propiedad de Dios, sino pertenecerse sólo a uno mismo. Por eso tampoco podemos recibir entonces a Aquel que viene a los suyos, a su propiedad: para hacerlo, deberíamos cambiar, reconocerlo como dueño.

El vino como niño para quebrar nuestra soberbia. Quizá hasta hubiésemos capitulado ante el poder, ante la sabiduría. Pero él no quiere nuestra capitulación sino nuestro amor. Quiere liberarnos de nuestro orgullo y, de ese modo, hacernos verdaderamente libres.

Por eso, dejemos que la alegría de este día penetre en nuestra alma. No es una ilusión. Es la verdad. Pues la verdad -la última, la verdadera- es hermosa. Y es buena. Encontrarla hace bueno al hombre. Ella nos habla desde el Niño que es el propio Hijo de Dios.


La bendición de la Navidad
Joseph Ratzinger
Benedicto XVI

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