jueves, 26 de junio de 2008

Un nuevo Cristo en la tierra


Dos años antes de morir, durante el mes de septiembre, en la llamada cuaresma de San Miguel, Francisco subió a la Montaña llamada La Verna con intención de retirarse una temporada. Sólo se llevó a uno de los discípulos más íntimos, fray León, que le llevaría cada día un poco de pan y de agua, y le hacían compañía los pájaros rompiendo el silencio con sus trinos.


Meditaba y lloraba la Pasión del Maestro, y a medida que pasaban los días y las noches en divina contemplación experimentaba más vivo el deseo de participar en los sufrimientos y en el amor del Crucificado. De sus labios brotó esta oración:


-Señor mío Jesucristo. Te pido me otorgues dos gracias antes de morir. La primera, que experimente en el alma y en el cuerpo, y en todo lo que sea posible, aquel dolor que Tú, Jesús dulcísimo, sostuviste en tu amarga Pasión. La segunda, que sienta en mi corazón, tanto como sea posible, aquel amor inconmensurable en que Tú, Hijo de Dios te abrasabas cuando sufrías tantos tormentos por nosotros pecadores.


Esto sucedía el 14 de septiembre, fiesta de la Santa Cruz. Al despuntar el día, Francisco ve bajar del cielo un serafín con seis alas encendidas y resplandecientes que, en un ligero vuelo, se acerca a él. Observa claramente la figura de un hombre crucificado- Cristo- con seis alas de serafín que cubren su cuerpo. Siente un gozo inmenso ante el aspecto atractivo del Crucificado, que le mira lleno de amor; pero por otro lado, al verlo clavado en la cruz, experimenta un profundo dolor.

Acabado aquel éxtasis, aparecen en las manos y los pies de Francisco los estigmas de Jesús, y en su costado derecho una larga herida, roja y sangrante que llega incluso a manchar su túnica. Desde entonces iba por el mundo y se abrazaba a los árboles llorando y diciendo: “¡ El Amor no es amado, el Amor no es amado!”


Francisco de Asís, pobre y libre
Francesc Gamissans

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