viernes, 5 de junio de 2009

La muerte de los pesebres


El poderío de las grandes naciones está menos en la inmensidad de sus ejércitos que en la conjunción de las voluntades, que hace de todo un pueblo una sólida unidad nacional. Esa conjunción, realizada mediantes costumbres y tradiciones amasadas en una larga historia, forma la fisonomía de todo un pueblo y es el fundamento del amor patrio. Pueden ser grandes hechos y pueden ser pequeñas cosas. Es admirable, por ejemplo, la tenacidad con que el pueblo inglés conserva y defiende maneras de convivir que a los que no son de su raza, se les antojan anticuadas y hasta incómodas. Bástenos recordar la obstinación con que se han negado los pueblos de raza anglosajona a adoptar el sistema métrico decimal para los pesos, medidas y monedas.

Este modo de ser es un instinto, que se defiende y perdura, una manera de sobrevivir con su personalidad propia y produce un equilibrio en las ideas y una armonía espiritual, de que carecen los pueblos abiertos a todos los vientos de afuera. Ninguna tradición de un pueblo por mínima que parezca, deja de ser una porción preciosa de su persona, que debemos conservar si no es injusta o dañina. Especialmente aquellas que datan de siglos y que han brotado del fondo de su religión y de su historia nacional. Hacemos estas consideraciones porque nos apena ver cómo van desapareciendo de nuestro pueblo algunas formas espirituales hermosísimas y de la mejor estirpe, suplantadas por otras advenedizas y hasta de un espíritu contrario al nuestro. Antaño nuestros hogares festejaban la Navidad erigiendo en cada casa un Nacimiento o Pesebre que durante semanas, antes y después de la sagrada fecha, era una diversión para los grandes y una ilusión para los niños.

Las imaginaciones infantiles tenían en aquellas múltiples estatuitas un alimento sustancial, desde el Padre Eterno y la Paloma del Espíritu y los Reyes Magos, a quienes guiaba la estrella de Belén, hasta el buey y el burrito que prestaban su amoroso calor al divino Infante.

Era la suma de la Historia Sagrada pues contenía lo más luminoso del Credo católico, la Trinidad, la Encarnación, la Virginidad de la Madre de Dios, la comunión de los santos, la gloria del reino... ¿Podría inventarse nada más adecuado para solemnizar el nacimiento del Niño Dios que un pesebre, construido o completado en cada casa, y en el que trabajan todos, grandes y chicos, los grandes construyendo la armazón con telas engomadas, y pintadas; los chicos sembrando trigo o alpiste en macetas con tiempo para que estuviera nacido en Navidad e invirtiendo los ahorritos de todo el año en comprar animalitos o pastores para aumentar su población, creciente cada año? Ahora, da pena y vergüenza decirlo, el Pesebre o Nacimiento que era una de las más bonitas tradiciones de nuestro pueblo, va siendo suplantado por el árbol de Navidad.

Estamos seguros de que si a un niño le dan a elegir entre un pesebre o un árbol de Navidad, preferirá el pesebre, porque habla más y mejor de su fantasía. El árbol de Navidad es, para nosotros los argentinos, algo exótico, fuera de nuestras creencias y de nuestra geografía. No conocemos nieve en diciembre, y el pino está muy lejos de ser un árbol criollo.

¿Qué puede decirle a un niño ese árbol extranjero, mechado de copitos de algodón, que simulan una nieve anacrónica? ¿Dónde está la Virgen, dónde San José, dónde los Reyes, dónde el Niño Dios? ¿Y cómo podemos festejar la Navidad sin ellos, que son los protagonistas de la fiesta?

No queremos pensar que el árbol de Navidad se haya puesto de moda y esté desterrando al clásico pesebre, precisamente porque haya quienes quieren desterrar de nuestros hogares al niño Dios y a la Virgen y hacer olvidar que la Navidad es la fiesta católica por excelencia. Preferimos creer que los que desairan al Pesebre y adoptan al árbol de Navidad, lo hacen por seguir una moda cuya oscura intención no han advertido.

Es tiempo de reaccionar contra estas tendencias que van borrando las características más puras de nuestro pueblo e infiltrándonos un espíritu contrario a la tradición.

Gustavo Martínez Zuviría (1956)

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