En la huella
Había decidido nacer como la gente. Pero un decreto impersonal había obligado a su madre a ponerse en camino.
Los hombres no lo dejarían nacer en su casa. Allí quedó la cunita que le habían preparado; y las vecinas que habrían venido a compartir la alegría y los pequeños servicios que trae acollarado el nacimiento de un hombre.
Pero el emperador había querido saber cuantos hombres estaban bajo su imperio, y ello había obligado a que el Hijo del hombre naciera en ruta.
Allá en Belén había una posada para los peregrinos. Y allá Dios había decidido que naciera su hijo. Porque entre los miles y miles de techos que el hombre se había levantado para guarecerse, el Padre había elegido desde toda la eternidad a ese albergue para que fuera lo primero que viera su hijito al nacer. Guarida contra el desamparo, lugar de acogida, un techo de hombre para un Dios nacido en ruta.
Y el Padre lo había elegido en serio. Porque allí había encontrado su complacencia. Allí había ido preparando desde tiempo antiguo todo aquello que quería tenerle dispuesto a su hijo para su llegada a tierra de hombres. Y esa tarde todo estaba dispuesto. Todo. Solo faltaba una cosa. Esa que Dios ha querido no poder decidir por sí mismo. Lo único que faltaba era que el dueño del albergue dijera que sí.
Y dijo que no. No sé lo que habrá pasado. A lo mejor esa tarde ya había tenido que decir demasiados no. Tal vez estaba cansado, harto de que vinieran a pedirle alojamiento, cuando sus capacidades estaban colmadas. Quizá estaba dolido por algo. Con bronca. No sé.
Pero el hecho fue que dijo que no. Y un “no” categórico y sin apelación. No había lugar para ellos en la posada.
¡Pobre hombre! Pensó que se la negaba a una pareja de hombres. Y en realidad se la estaba negando al Padre, que lo invitaba a ser el desembarcadero de su actuar en la historia. Ese “no”, que le salió tal vez como uno más de la serie, lo desplazaba a él para siempre de la historia de la salvación. Desde ahora todas las generaciones lo llamarían: “infeliz” al verlo sentado al borde del camino con un “no” cristalizado entre los labios. Justamente a él, que estaba destinado para encabezar la caravana de hombres que acogerían al Señor en su casa.
Y allí quedó su albergue como inmensa tapera histórica. Albergue destinado a acoger a Dios en beneficio de los hombres. Y ahora despreciado de los hombres, por no haber aceptado a Dios.
Pero el “no” de un hombre a Dios, no detiene el “sí” de Dios a los hombres. Como el “no” de un cerro no detiene el “sí” de un río. Simplemente el río irá a regar el valle buscando por los bajos un curso nuevo. Y así también fue que el Señor se fue a nacer en una tapera. Tapera que no pudo decir que no, porque quizá no tenía puerta para cerrarse.
No. No es que el Señor hubiera elegido esa pobreza para nacer en ella. Fueron los hombres los que lo obligaron a ir a la pobreza. Dios quería nacer entre los hombres. Y los hombres con posibilidades de optar, optaron por el no. Y entonces Dios siguió su ruta hacia la pobreza, que es la que tiene menos capacidades para optar. Por eso el Señor nació en una tapera. Gruta sin puertas con un “sí” olvidado dentro. Y Dios necesitaba al menos de ese pobre sí, para nacer. Porque no hay nada más imparable que un parto. Pero el parto necesita en la historia, de un lugar donde realizarse.
Sobre todo si en ese parto, lo que va a nacer para un pueblo es el mismo Dios.
Fieles a la Vida
Mamerto Menapace
Los hombres no lo dejarían nacer en su casa. Allí quedó la cunita que le habían preparado; y las vecinas que habrían venido a compartir la alegría y los pequeños servicios que trae acollarado el nacimiento de un hombre.
Pero el emperador había querido saber cuantos hombres estaban bajo su imperio, y ello había obligado a que el Hijo del hombre naciera en ruta.
Allá en Belén había una posada para los peregrinos. Y allá Dios había decidido que naciera su hijo. Porque entre los miles y miles de techos que el hombre se había levantado para guarecerse, el Padre había elegido desde toda la eternidad a ese albergue para que fuera lo primero que viera su hijito al nacer. Guarida contra el desamparo, lugar de acogida, un techo de hombre para un Dios nacido en ruta.
Y el Padre lo había elegido en serio. Porque allí había encontrado su complacencia. Allí había ido preparando desde tiempo antiguo todo aquello que quería tenerle dispuesto a su hijo para su llegada a tierra de hombres. Y esa tarde todo estaba dispuesto. Todo. Solo faltaba una cosa. Esa que Dios ha querido no poder decidir por sí mismo. Lo único que faltaba era que el dueño del albergue dijera que sí.
Y dijo que no. No sé lo que habrá pasado. A lo mejor esa tarde ya había tenido que decir demasiados no. Tal vez estaba cansado, harto de que vinieran a pedirle alojamiento, cuando sus capacidades estaban colmadas. Quizá estaba dolido por algo. Con bronca. No sé.
Pero el hecho fue que dijo que no. Y un “no” categórico y sin apelación. No había lugar para ellos en la posada.
¡Pobre hombre! Pensó que se la negaba a una pareja de hombres. Y en realidad se la estaba negando al Padre, que lo invitaba a ser el desembarcadero de su actuar en la historia. Ese “no”, que le salió tal vez como uno más de la serie, lo desplazaba a él para siempre de la historia de la salvación. Desde ahora todas las generaciones lo llamarían: “infeliz” al verlo sentado al borde del camino con un “no” cristalizado entre los labios. Justamente a él, que estaba destinado para encabezar la caravana de hombres que acogerían al Señor en su casa.
Y allí quedó su albergue como inmensa tapera histórica. Albergue destinado a acoger a Dios en beneficio de los hombres. Y ahora despreciado de los hombres, por no haber aceptado a Dios.
Pero el “no” de un hombre a Dios, no detiene el “sí” de Dios a los hombres. Como el “no” de un cerro no detiene el “sí” de un río. Simplemente el río irá a regar el valle buscando por los bajos un curso nuevo. Y así también fue que el Señor se fue a nacer en una tapera. Tapera que no pudo decir que no, porque quizá no tenía puerta para cerrarse.
No. No es que el Señor hubiera elegido esa pobreza para nacer en ella. Fueron los hombres los que lo obligaron a ir a la pobreza. Dios quería nacer entre los hombres. Y los hombres con posibilidades de optar, optaron por el no. Y entonces Dios siguió su ruta hacia la pobreza, que es la que tiene menos capacidades para optar. Por eso el Señor nació en una tapera. Gruta sin puertas con un “sí” olvidado dentro. Y Dios necesitaba al menos de ese pobre sí, para nacer. Porque no hay nada más imparable que un parto. Pero el parto necesita en la historia, de un lugar donde realizarse.
Sobre todo si en ese parto, lo que va a nacer para un pueblo es el mismo Dios.
Fieles a la Vida
Mamerto Menapace
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